28/12/09

Crítica de 'Cabeza de Turco'

Truman Capote fue maestro de la objetividad. Mencionaba Cristina Peri Rossi en el prólogo a Música de camaleones (Ed. Anagrama. Barcelona, 1988. Para Circulo de Lectores, 1995): “Truman Capote se planta, como observador, frente a un hecho o a una persona real y procura hacer un trabajo de campo: un relevamiento de la realidad. Por supuesto, él aparece, en lugar secundario, ya que su presencia forma parte, también de la realidad”.

Pero Truman Capote seguía siendo Truman Capote. Su gran virtud, además de su prosa, es que supo estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Y rodearse de la gente adecuada.

Hunter S. Thompson va algo más allá con su periodismo gonzo. Se convierte en generador de noticias al interactuar en las realidades de las que, en principio, es observador. Su adicción a los excesos, especialmente con las drogas, lo llevan en alguna ocasión a hacerse pasar por otra persona. Pero no hasta el punto de transformarse o prolongarlo durante un tiempo considerable. De hecho, una vez pasados los efectos tóxicos apenas lograba reconocerse a sí mismo…

Por otro lado, Tom Wolfe se quemó los dedos en su propia hoguera. De vanidades, por supuesto. No parece probable que hubiera llegado (o querido llegar) a las simas de Günter Wallraff. Su estilo es otro. Diferente, otro. Tanto para disfrutar de la vida como del periodismo.

Una decisión personal. Una forma de vida. Wallraff tomó el camino más turbulento. ¿Búsqueda de éxito? Posiblemente. ¿Por qué no? Todos, de una forma u otra, aspiramos a ello. Pero el precio pagado es tan alto que cuestiona si merece la pena. Es de suponer que una decisión así parte del convencimiento. Desde lo más profundo de uno mismo. Lo que se hace con las entrañas –y nada más literal en el caso de Günter Wallraff– es digno de respeto y admiración. Y es doblemente digno de respeto y admiración cuando aquello que se hace tiene como destino facilitar o mejorar la existencia de sus semejantes o lo que los rodea.

Wallraff sorteó con maestría los límites del sensacionalismo y del oportunismo. Nada sencillo, una vez más. Parece encontrarse a gusto en lo intrincado y anguloso. Lo habitual es dar el traspiés. Sin embargo, sus pasos fueron firmes y seguros. Esto es lo que lo convierte en rara avis, en ejemplar único. Mantenerse fiel a uno mismo durante tanto tiempo supone una fortaleza moral inquebrantable.

El reciente informe que lo inculpa de colaborador de la Stasi es algo con lo que tendrá que enfrentarse. Es más, está obligado moralmente por ser quien es y representar lo que representa, o ha representado hasta ahora. Los errores del pasado tienen la molesta cualidad de pasar factura, sobre todo si son ciertos. Pero esta mácula no puede, esto es: no debe, emborronar toda su labor.

Repito: se puede estar de acuerdo, o no, con los planteamientos y principios de una persona. Pero cuando esa persona efectúa una labor coherente con sus ideas, sin traicionarse a sí mismo, es justo reconocerle el mérito. Para ello, es importante afrontar la lectura de un texto dejando de lado ideas preconcebidas, clichés, recelos y suspicacias.

El autor es un profesional con recursos. Ya se ha hablado de su preparación y su aporte documental, garante de veracidad. No pueden dejarse cabos sin atar. Por este motivo, es admirable cómo, con fortuna en unos casos y con pericia en el resto, Wallraff-Alí consigue zafarse de situaciones imprevistas realmente complicadas. Sirvan de ejemplo: improvisar supuestas palabras turcas (pág. 65) o razonar por qué no habla en turco con sus compatriotas (pág. 82); salir airoso del episodio con la policia debido a su ruinoso Volkswagen (pág. 115) y, entre el absurdo y la desesperación, inventarse una historia sobre su experiencia como karateka cuando es sorprendido por su jefe, Adler, haciendo señas a un fotógrafo (pág. 160).

En el aspecto de los contenidos, me gustaría apuntar que el paisaje industrial que ocupa el fondo del relato está, lamentablemente, a un nivel muy próximo al de la primitiva era industrial. Es el mismo sobre el que se tejía el universo dickensiano. Pero lo peor es que aún persiste cuando hemos entrado en el siglo XXI.

Hay un aspecto inquietante y que se repite en otros ámbitos (sociales, educativos, etc.): Aquello que en regiones industriales avanzadas no ha funcionado bien no es corregido en zonas con desarrollo más tardío. Todo lo contrario: se lleva también a la práctica, como si se tratara de un paso inevitable para obtener la designación de región industrialmente avanzada. Verbigracia, en el texto se habla de agencias de trabajo, de mediadores entre las empresas y los trabajadores.

Este tipo de empresas o servicios se instalaron en España a principios de la década de 1990. Y sin embargo, a pesar de la experiencia de otros países (como en este caso, la RFA), no se toman las medidas para evitar que se reproduzcan sus fallos y limitaciones.

Ítem más. El libro en sí narra las condiciones infrahumanas, plenas de riesgos, en las que debían desenvolverse gran cantidad de trabajadores. Por diversos motivos, entre los que destacaba la recesión económica, no les quedaba más remedio que aceptar cualquier cosa. Si no lo hacían ellos, lo harían otros.

Aunque muchas de las anécdotas que narra Wallraff parecen escritas con la pluma de un Cela tremendista, no hay que alejarse mucho en el tiempo para encontrar casos semejantes. Hoy día, los diarios están plagados de noticias en las que se habla de sentencias delirantes que inculpan al trabajador por acometer, poco menos que por su cuenta, un trabajo de riesgo para su integridad física. Lo responsabilizan, por tanto, de sus accidentes laborales (!).

Se ignora la realidad del día a día, el trabajo a destajo, las presiones y coacciones que tiene que soportar, la precariedad... Recientemente, y como colofón a varios casos con sentencias sospechosas, aparecía el siguiente titular en un diario nacional: ‘Los trabajadores pueden negarse a recibir órdenes si entrañan riesgos’ (La Razón. 22/XI/2003). Que algo tan obvio tenga que ser ratificado por un Tribunal Supremo no es buena señal.

¿Se verá Günter Wallraff –y con él tanta gente– abatido por el desánimo al comprobar que su esfuerzo apenas ha cambiado nada? O, por el contrario, ¿surgirán más contraperiodistas que, como él, traten de apartar los espesos cortinajes que impiden ver y avanzar?

[Viene de...]


Escrito en enero/febrero de 2004.
Referencias a la edición de Anagrama de 1999.

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